lunes, 27 de julio de 2009

Una súplica

"Ningún escritor es bueno hasta que no aprende a corregir"

Enrique Vila-Matas

Nada, que me ha dado un pronto de esos. Quizás sea porque ayer intenté comprar un libro en Salou.

Aún se me vienen a la cabeza esas primeras versiones que se presentan como obras cumbre de la literatura.

viernes, 24 de julio de 2009

Sebastien Smirou, un extranjero


Continúo aprovechándome de los actos que se organizan en la fundación Patxi Buldain, y libando, como las abejas, la literatura que nos ofrece Roberto Valencia, el responsable de que mi cerebro encuentre motivos para no convertirse en una boñiga insolada. Qué suerte encontrar en la comarca un compromiso que consigue traer luces de reflexión como el que protagoniza esta entrada. Un apunte: para devolverme a la cruda realidad ya está mi vecino, con un debate televisivo a volumen imposible que me obliga a escribir esta entrada con tapones en los oídos. Con ellos, con los tapones digo, me siento capaz de hilar dos argumentos y evito distraerme con alguna sesuda opinión sobre el comportamiento de qué sé yo qué personajes pseudo populares, forrados de pasta por dejarse grabar y comentar en estos programas.

Bueno, a lo que me interesa. Me refiero a la charla de Sébastien Smirou -biografía en la wikipedia francesa de este poeta y psicoanalista infantil-, el autor que nos visitó el pasado día 22 y que no sólo ofreció una cuidada exposición sobre el estado de la literatura en el país vecino, sino que aportó argumentos teóricos que se convirtieron en cargas de profundidad sobre el estado de la literatura, la lengua y nuestra propia identidad. Reflexiones bien estructuradas, todas, que obligan a replantearnos no sólo nuestra labor como aprendices de escritores, sino también nuestro papel como lectores.

Voy a plantear una pregunta que me asalta casi cada vez que pongo pie en una librería: ¿por qué hay actualmente tantos libros malos en el mercado? Démonos tres minutos para pensar en razones. Se me ocurre, por ejemplo, en una primera y evidente idea, mencionar la repetición de temáticas o de líneas argumentales; o la búsqueda que muchos autores hacen del mercantilismo a través del simple entretenimiento; o también la absoluta falta de ambición investigadora o experimentadora de estos pocos autores que pueden vivir de la literatura. Son varias, las razones, y todas ellas válidas.

Pero Smirou, como haría si fuera físico o matemático, se va al origen de todo para encontrar respuestas.

El origen está en quien escribe.

Los escritores.

¿Qué es un escritor?

"Un escritor es un extranjero en su propia lengua", sentencia.

Otros tres minutos de reflexión, y desmontamos mitos. "Claro", pensaba yo, "un extranjero es aquel que está en un proceso constante de aprendizaje". Sonrisa y cierre.

Muy pobre, ¿no? mi conclusión. Aparte de muy tópica -sí, tópica, como las cremas que se aplican para suavizar los efectos del quemazo del sol pero que no nos quitan el riesgo de contraer un cáncer-. Muchos estamos constantemente en aprendizaje y no somos capaces de escribir ni esos libros malos de los que hablamos.

Volvamos, pues, a Smirou: "Un extranjero aprende y aporta cosas nuevas a la lengua". ¡Tate! ¡Ca! ¡Ostia! ¡Eso es! A imagen de los archiconocidos nombres de escritores que no escribieron su lengua materna porque la fuerza de la costumbre les impedía nuevas formas de expresión, la propuesta de Smirou se presenta como imprescindible: hay que desmontar el lenguaje, desoír la memoria y los corsés, hacerlo vivo y transgredir sus normas para ampliar su campo de acción y forzar sus posibilidades expresivas.

Hoy mismo, una buena amiga me ha descubierto una cita de otro gran poeta que engarza perfectamente con la reflexión. Se trata de nuestro gran Federico G. Lorca: "Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio". O sea, no escribamos lo que ya está escrito, intentemos aportar algo al mundo, a la lengua, a la expresión, a la denotación y connotaciones de las palabras, a su morfología. Por ahí vamos, parece, afinando las conclusiones.

"Siempre he escrito para luchar contra mi lengua materna", terminó Smirou la reflexión, y con esta frase cierro el breve esbozo de una idea que nos llevó durante decenas de minutos por nombres de la literatura, algunos grandes y otros desconocidos; y que me ayudó, de forma contundente, a poner otro escalón en mi hambre de argumentos.

Contamos con un material de base, la lengua, que debemos superar, mejorar o ridiculizar. Trabajemos, leamos, agrandemos nuestra base para poder dar un pasito más a partir de lo que muchos autores hicieron antes. Huyamos de los tópicos y las construcciones impuestas por la costumbre. La idea es ambiciosa, vale, pero partamos por lo menos de esa intención. Sólo de esta manera evitaremos caer en el "más de lo mismo" que inunda las librerías de hoy en día y que hace tan desapacible acercarse con afán descubridor a la estantería de novedades.


domingo, 5 de julio de 2009

Mis vacaciones de pensar

"Estupidez humana. Humana sobra, realmente los únicos estúpidos son los hombres."
Jules Renard. Se dice de él que fue el verdadero inventor de las greguerías.
Ramón Gómez de la Serna
sólo habría puesto el nombre.
Todo esto lo decía Jorge Luis Borges, así que algo de credibilidad le daremos.

Y esto viene a que me apetecía escribir algo inteligente antes de hablar de lo que quería: religión y principios bien asentados. Por ejemplo, yo odio los festejos taurinos. Pienso que los animales sufren inútilmente y que las personas se convierten en bárbaros que jalean ese sufrimiento. Otro ejemplo: odio las cuadrillas, esas uniones arbitrarias que forman la base de la socialización en las ciudades donde se habla Euskera -no encuentro relación causa-efecto, pero es así-. Su existencia está basada exclusivamente en la historia, y entrar en ellas requiere aguantar cola, comulgar con unos principios imposibles y llevar una ropa determinada. Me parecen, las cuadrillas, el colmo del exclusivismo y la estupidez humana -vuelta a la cita de Renard-.

Ya no doy más ejemplos de principios bien asentados, que esto si no parecerá un blog exhibicionista, y no es la intención.

De lo que no he hablado aún es de religión. Vamos a ello: odio la religión. Y encima si va acompañada de festejos taurinos y cuadrillas no me queda más que odiarla mucho más. ¿Cómo culmina esta argumentación? Así: odio San Fermín.

San Fermín con sus encierros. Esa tensión y energía que se respira justo antes de que suene el cohete, las miradas decididas de los corredores, los gestos piadosos desde los balcones, el miedo de los extranjeros, unos saltan, otros respiran hondo mientras miran hacia un punto fijo en la lejanía, otros se palpan la cintura y las rodillas, estiran las articulaciones, tocan una y otra vez los cordones de las zapatillas para comprobar que no están sueltos. Suena el cohete y unos corren como locos, otros esperan, el público no respira, el ruido de pisadas, golpes, gritos y caídas es ensordecedor. Asoma al fondo la manada. Los jóvenes de aquí se tiran al otro lado de las vallas, asustados, han visto el fantasma de un toro que no existe. Ahora sí, ya están aquí. Suben los decibelios, se agarrotan los músculos de los espectadores, las sensaciones se exprimen al límite... y todo se para. De repente sólo se oyen las pisadas y los alientos de los toros, su respiración babosa, esos bramidos fieros y los derrotes desesperados de sus astas. Majestuosos, la calle es suya por un instante y el mundo entero frena para contemplarlos.

Mañana, mi parte irracional vencerá a la de pensar y me juntaré con mi cuadrilla, la de toda la vida, la gente con la que todo lo que tengo en común es producto de la historia, pues el presente avanzó por caminos muy distintos. Dejaré que la contradicción en que me muevo se haga evidente y abandonaré por unos días la literatura y la pose cultureta para enfangarme en calles llenas de vino, barbaridad, guiris y toros.

¡Ah! Y pienso pasármelo bien.

Gora!